Madrid 14/12/2018

Lo que Ribera no sabe de la caza: 5.470 millones de euros y 141.261 puestos de trabajo
La primera vez que Pedro fue a cazar con su padre notó un cierto cosquilleo en el estómago. Apenas superaba los cinco años y casi rozaba el metro de estatura, pero ya había entendido que eso de lazar animales era mucho más que puro divertimento. Cada vez que observaban el horizonte campestre, una extraña paz les rodeaba de forma súbita. Apreciar lo que la naturaleza esconde no es algo que esté al alcance de cualquiera.
«Una de las cosas más importantes que aprendí de pequeño es a observar el campo sin molestarlo. La cacería es la oportunidad perfecta para frenar y pensar, no para matar. De hecho, ésa es la consecuencia que menos disfrutamos», relata este joven de 31 años. Todos los consejos que su padre le dio, hoy, forman parte de su particular forma de entender esta tradición. Es cierto que cazar responde a un instinto que surge desde lo más profundo del ser humano, pero también que no es ni un juego ni una competición. Conseguir que la sociedad no les vea como herederos de una tradición casposa y obsoleta es algo que aún tienen pendiente.

La última que les puso en cuestión fue la ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, quien expresó su deseo personal de prohibirla en una entrevista en «Onda Cero», la semana pasada. «Me gustan los animales vivos y no soy muy partidaria ni de los toros ni de la caza», dijo. Ante la pregunta sobre la postura de la izquierda respecto a este tipo de actividades, aseguró que «ésta hace demasiado tiempo ya que renegó de su pasado taurino para negar el presente y el futuro. Mi opción es disfrutar de los animales vivos». Unas declaraciones que han crispado al millón de españoles que la practican, entre los que se encuentra Pedro. Para él, este «arte» no consiste en disparar sin sentido. «Es una forma de vivir. Por eso, no entiendo que no se respete. La caza tiene multitud de provechos para la sociedad, solo hace falta un poco de interés reconocerlos. El más importante, el aporte económico: según el Informe sobre la Evaluación del Impacto Económico y Social de la Caza en España, elaborado por la Fundación Artemisan, los agentes cinegéticos han realizado un gasto total de 5.470 millones de euros, lo que se traduce en 141.261 empleos mantenidos anualmente y 614 millones de euros de retornos fiscales.

«Esas palabras demuestran un absoluto desconocimiento sobre esta costumbre», subraya el presidente de la Asociación Madrileña de Caza, Antonio García. Para él, además del impacto monetario, existen otros de carácter social, cultural, gastronómico y medioambiental. «Es una gran desconocida». Y, en cierto modo, lo es por todo el estigma que viene acumulando: en la memoria colectiva aún perdura la muerte del león Cecil, la atracción central del Parque Nacional de Hwange. Lo que no se ha retenido con tanta facilidad es el estudio posterior realizado por el profesor David McDonald. En él se concluía que la caza regulada pueda ofrecer «importantes incentivos económicos» para proteger el hábitat salvaje de éstos, lo que solventaría uno de los mayores problemas de la especie. De este modo, controlar su reproducción permitiría, entre otras cosas, disminuir el número de accidentes de tráfico (13.900 en 2016) o los daños a la agricultura (9.742 en el mismo periodo). «Todo ello se conseguiría si se reducen las poblaciones de fauna silvestre cinegética», añade García.

Su control permitiría, además, conservar otras especies. Así lo advirtieron expertos de las Universidades de Adelaida y Helsinki en una tesis que, posteriormente, compartió el Parlamento Europeo y la Convención Cites. «Si no fuera por esta práctica, muchas especies ya habrían desaparecido. Entre ellas, el lobo o el lince», explica Antonio Baena, aficionado a este deporte. «Es el mecanismo idóneo para regularlas y, sobre todo, para hacerlo de manera organizada». En este sentido, la organización WWT ha reconocido la importancia de la caza como herramienta de protección de la naturaleza y la Universidad de Cambridge ha alertado de que su prohibición incentiva la pérdida de biodiversidad. El mejor ejemplo llegó tras la muerte de Cecil: el número de turistas de caza disminuyó de golpe en Zimbabwe y, como consecuencia, el número de felinos se volvió insostenible. Algo que también ocurrió en Holanda con los gansos, en 1999: su población se ha incrementado un 2000% y, ahora, los ciudadanos pagan casi 11 millones de euros por los daños que ocasionan a la agricultura. ¿La solución del Gobierno neerlandés? Gasearlos, con los efectos que esto también conlleva.

En España se estima que hay cerca de un millón de jabalíes; sin la caza, esta cifra se multiplicaría por 16 en tan solo cuatro años. «Eso también tiene un impacto sobre la salud: enfermedades como la tuberculosis se dispararían si no se regulan estas poblaciones», asegura el director de la Fundación Artemisan, Luis Fernando Villanueva. Según datos del entonces Ministerio de Agricultura, Pesca y Medio Ambiente, solo entre 2005 y 2014, los abates de este animal se incrementaron un 188,6%. Aún más, no hay que olvidar que también constituyen una fuente de alimentación sana y con multitud de beneficios. Tantos que la revista «Greenpeace Magazine» calificó a la carne de caza como «la más ética y la más sostenible que puedes comer». De modo que, mientras que en nuestro país hay quien pide acabar con el derecho a elegir si un ciudadano quiere o no cazar, en otros estados como Indiana o Texas ha sido considerado constitucional para reconocer la importancia que tiene que cualquier persona pueda obtener alimento de la naturaleza por sus propios medios. Entonces, aquello que proclamaba Ortega y Gasset cobra más sentido que nunca: «No se caza para matar, sino al revés: se mata por haber cazado».